La fabada nos sienta tan bien
Hoy toca fabada. Los últimos días han sido de tanta tormenta en la ciudad que hemos creído que volvíamos al invierno. Aprovechando las últimas horas de temperaturas menos calurosas hemos decidido que tocaba comer la última fabada de la temporada. Desempolvamos la olla programable gm que llevaba guardada desde principios de la primavera y nos pusimos manos a la olla… quiero decir, a la obra.
La fabada es santo y seña de la cocina asturiana y nosotros somos fieles a ella. En mi casa no hay grandes cocineros, pero existen tres o cuatro platos que todo buen asturiano debe saber cocinar: además de la fabada, el pote y el cachopo son dos imprescindibles.
Recuerdo que cuando era pequeño, no me convencía del todo el tema de la fabada. Por aquellos tiempos me resultaba demasiado contundente, prefería algo más liviano si había que tomar cocido. Pero unos años más tarde me reconcilié con la fabada, sobre todo cuando empecé a comer bastante fuera de casa. No es que mi madre no hiciese bien la fabada, (que no nos oiga), sino que la hacía con menos grasa. Ella no tenía al principio olla programable gm así que la preparaba de forma tradicional, pero quitando mucha grasa para que fuera un poco más liviana. En la mayoría de restaurantes no se andan con remilgos: cuanta más grasa, mejor.
En mi época de universidad se estableció una costumbre con algunos compañeros de clase: los viernes en los que se anunciaba buen tiempo íbamos a una casa de comidas tradicional a tomar la fabada para terminar la semana con una alegría en el cuerpo.
Cuando empecé a vivir solo me dije que debía aprender a hacer la fabada, más al estilo de mi madre que al de los restaurantes, menos contundente, pero lo más sabrosa posible. Y sí que aprendí. Lleva su tiempo, pero merece la pena. Un consejo para no iniciados: hay que acordarse de poner a remojo las fabes con el lacón la noche anterior (sin añadir sal) para que las fabes cojan el sabor. Una de las claves para que la fabada quede como Dios manda.