Mi primer sueldo en Ferrol
Todavía recuerdo la mezcla de nervios y emoción que sentía aquel lunes por la mañana. Era mi primer día de trabajo «de verdad», después de terminar los estudios. La oportunidad había surgido casi por casualidad: una pequeña empresa local de electricidad y telecomunicaciones necesitaba un ayudante para instalar telefonillos Ferrol, y allí estaba yo, con mi caja de herramientas recién comprada y más ganas que experiencia.
Ferrol, con sus calles a veces empinadas y sus edificios de piedra con solera, se convirtió en mi campo de aprendizaje. Mi tarea principal era acompañar a Manuel, un electricista veterano con una paciencia casi infinita, y ayudarle en todo el proceso. Los primeros días fueron una inmersión total. Aprender a distinguir los cables de alimentación, los de audio, los de apertura de puerta… parecía un código secreto al principio. Desenredar las viejas instalaciones en portales que olían a humedad y a historia era toda una aventura. A veces, nos encontrábamos con auténticas chapuzas de décadas atrás que teníamos que solucionar antes de poder instalar el nuevo sistema.
Recuerdo especialmente un edificio cerca del Arsenal. Las paredes eran gruesas como murallas y pasar los cables fue una odisea. El taladro parecía quejarse con cada centímetro que avanzaba. Los vecinos, curiosos, se asomaban de vez en cuando. Algunos ofrecían café, otros simplemente observaban con esa mezcla de desconfianza y expectación. Mi mayor satisfacción llegaba al final del día, cuando, después de conectar el último cable y colocar el último embellecedor, pulsábamos el botón del portal y escuchábamos el zumbido claro y nítido en el telefonillo del piso correspondiente. ¡Funcionaba! Esa era la señal de que el trabajo estaba bien hecho.
Cada portal era un mundo diferente, cada instalación un pequeño reto. Aprendí a manejar herramientas que apenas conocía, a tener cuidado con la electricidad, a ser ordenado y limpio en casa ajena, y a tratar con todo tipo de personas. Más allá de la técnica, aprendí el valor del esfuerzo y la responsabilidad. Ese primer trabajo instalando telefonillos por Ferrol no solo me enseñó un oficio, sino que me dio la increíble sensación de ser útil, de formar parte del día a día de la ciudad y, por supuesto, la alegría inmensa de recibir mi primer sueldo ganado con el sudor de mi frente. Fue un bautismo laboral que nunca olvidaré.