El poeta diplomático
Desde fuera parece el mejor trabajo del mundo y desde dentro también: ser diplomático es casi como si te tocase la lotería, aunque algunos de los que ejercen esa profesión lo llenen de tareas complejas que en realidad no lo son. Es cierto que hoy estás aquí y mañana allí: solo si no te gusta viajar puede ser un trabajo duro.
Conocí a mi amigo diplomático en Japón, cuando tuve la suerte de conseguir una beca con el Instituto Cervantes de Tokio. Se presentó tras una velada poética a la que yo asistí a los pocos días de llegar a la ciudad. Pronto comprendí que Marco Antonio sabía vivir bien y que podría aprender muchas cosas a su lado. Al principio pensé que quería ligar conmigo, teniendo en cuenta su insistente interés, pero luego me dejó caer que era gay, así que me tranquilicé.
Marco Antonio fue mi mejor amigo durante los ocho meses que pasé en Tokio. Con él aprendí muchísimo de la cultura japonesa, desde la literatura hasta el diseño. Su casa era una maravilla: la había decorado con sumo gusto: me dijo que cada panel japones había sido diseñado por uno de los más famosos interioristas de la ciudad. No le quise preguntar si sueldo de diplomático daba para tanto detalle lujoso, pero era obvio que sí… o tenía otros trabajos.
Y es que Marco Antonio también era poeta: su conocimiento de la literatura japonesa le había servido para dar un toque exótico a sus creaciones y, además de ser un excelente traductor, ya había publicado algunos libros que tenían gran éxito en Japón, donde sigue existiendo mucho interés por todo lo relacionado con la cultura española.
Y así, entre el panel japonés y el haiku, yo también terminé amando todo lo relacionado con aquel país gracias, especialmente, a las sabías enseñanzas de mi amigo el poeta diplomático. Pero, como dije al principio, el mejor trabajo del mundo también tiene su letra pequeña: un día me mandó un mensaje y me dijo que se iba corriendo Nueva Delhi y que dejaba Tokio. “Tengo ganas de aprender indio”, se despidió.